martes, 4 de marzo de 2008

EL CUENTO DE HOY



EL VISITANTE

de Oscar Camilo Vives*


Era ya el mediodía cuando el jinete emergió del cañadón, cruzó al paso por entre la masa despedazada de un bermejo peñascal, repechó lentamente un sendero empinado en mansa cuesta y un momento después se detuvo frente a un rancho enriscado en el flanco de la colina. La “población” destacaba la mancha gris de su rechoncha geometría de paredes de adobe crudo, asentada sobre un zócalo de grandes pedruscos y techado de ramas argamasadas con barro, mientras a sus espaldas se asomaban dos o tres álamos pelados esforzándose inútilmente en cubrirla con sus sombras delgadas. Negros fantasmas surgidos de una rústica chimenea borroneaban, despaciosos, la quieta atmósfera. Un perro tendido en el suelo levantó, lánguido, su cabeza, y por compromiso y sólo para cumplir con su deber de guardián rayó el aire con dos o tres cortos ladridos. Se asomó un hombre viejo, flaco, anguloso y de cara ennegrecida por el sol y con un gesto invitó a pasar al recién llegado. La puerta abría a una sala oscura, cuadrilonga, piso desparejo de tierra apisonada, el cielo raso colgando en combadas arpilleras suciamente enjalbegadas, hedía a humo de leña quemada y pringue de grasa de capón; al fondo, una vieja cómoda perfilaba su silueta retacona; cerca de ella reposaba un catre mal cubierto por unas “jergas”. Una mesa y algunos banquitos de madera completaban el, mobiliario y sobre la plancha de la cocina una pava soplaba grises vaharadas de vapor.

El visitante tomó asiento; el negror de la faja que ciñe su rotundo vientre contrasta con la camisa blanca que luce; se toca con un sombrero de alas anchas y calza alpargatas en sus pies desnudos; enjuga lentamente con un pañuelo el sudor que le ensopa la cara y cuello; era un hombrón alto, corpulento, de facciones aindiadas, roídas por la viruela; ojos pequeños y levemente bisojos; el mirar acuoso y sus maneras retraídas. Ambos quedaron callados durante unos instantes. Un moscardón, irritado, se agitaba, bullía, zumbaba picoteando con el negro pavonado de su corpezuelo, el vidrio de una ventana. El visitante contemplaba con aire abstraído su sombrero que hacía girar lentamente entre sus manos. Finalmente, eligiendo con cuidado sus palabras, se decidió: “Vea, don Sandoval, ando necesitando de un favor...”. Se movía desasosegado en su asiento y rascaba su barbilla. Prosiguió: “Perdone mi atrevimiento..., estoy en un gran compromiso...”. El viejo le escrutaba con un gesto socarrón en la boca. Presentía en el premioso tono de las palabras de su visita, el resto de la frase y por ello quedaba en helado silencio. Su interlocutor no desesperó; confiaba en poder persuadirlo y trató de suavizar la brusquedad del pedido: “Precisaría unos pesos... se los devolveré enseguida”. El viejo continúa en silencio, caviloso, inclinada la cabeza, mirando el suelo y sus manos se eternizan en el maquinal movimiento de liar un cigarrillo. Al fin contempló al otro hombre. Ha percibido angustia y desesperación en su voz y esquiva la respuesta a fuerza de quedar callado. Conoce demasiado bien el valor de las palabras no pronunciadas. Tiene ahorrada una cantidad de dinero que guarda en su rancho, pues no confía en los bancos, “cosas de puebleros” decía. Pero no quiere prestarlos, y menos a ése, “que seguro los quiere para jugárselos en el boliche”. Su agria soledad le ha creado el hábito de vivir únicamente para él. Es sensible a todo lo que le rodea y ama aquello que percibe vital y palpitante en torno. Su perro. Su caballo. Este rancho donde vive....Pero no tolera a sus semejantes, a las demás personas. Desconfía siempre de sus procederes. En un tono ligero y un poco festivo, como restando importancia a sus palabras, finalmente le contestó: “¿Y de dónde quiere que los saque, amigo?”. La negativa sobreentendida es recibida con un fugaz fruncir de cejas por el otro hombre. Encrespado el rostro queda callado y encoge sus hombros. Comprende que es inútil insistir y advierte de la inanidad de su pedido ante el escudo imperforable de la tenacidad del viejo. Trata de recuperar su compostura y busca una manera cortés de ocultar su despecho. Pero la conversación decae, hay pausas largas, se adelgaza y pierde densidad. Al fin se levantó sin aguardar más respuestas que ya no parecen importarle. Antes de irse paseó sus ojos por la habitación, arrastrando la mirada sobre su contenido.

Al cerrar la puerta tras de sí una densa penumbra inundó el interior del rancho. Afuera el ardor del estío agobia el paraje. Ahora el sol es un cegador portillo horadado en el cielo de un azul inmediato. Tintinean los rayos solares arrancando millones de relámpagos a los fondos guijarrosos de los salitrales. A lo lejos los cerros diluyen las sombras moradas de sus laderas en los temblorosos horizontes. En la meseta, yerma y callada, dormitan los jarillales. Un pájaro solitario pinta en su veloz vuelo, una fugaz sombra sobre el techado del rancho. Paz fluente en el desierto sin límites, palpitante de luz y resplandor.

Luego de almorzar, el viejo, embotado por el espeso calor durmió durante unas horas una sudorosa siesta. Despertó acompañado con una sensación de soñolienta pesadez. Mientras ceba unos mates recuerda su propósito de salir a recorrer el campo, pero no se decide a ensillar. El calor lo acobarda y se promete “iré mañana tempranito con la fresca”. Más tarde trata de distraer su ocio. Su vida se reduce a consumir lentamente el tiempo, sumergido en la soledad gris del lugar, rodeado de las sombras de los seres ya extinguidos en el pasado. A poco vuelve a dormirse con la cabeza apoyada sobre el pecho.

La tarde decanta y llega pausada la noche. Juntando sombras. El sol reverbera sobre las ventanas estallando en llamas y lumbres de oro. Las sombras de las matas se ahílan, alargan y afinan bajo las luces oblicuas del atardecer. Prorrumpen incendios en rojos, cárdenos, violentos, sobre la raya del horizonte. Cae una melancolía sutil sobre el paisaje cargado de tristeza.

Alguien acercándose sigilosamente abre la puerta del rancho. El imperceptible suspirar de los goznes es encubierto por los leves sonidos que pueblan la tarde. Lentamente, muy lentamente, contenida la respiración, orientándose con prudencia en la oscuridad el intruso se arrima al viejo dormido. La hoja del cuchillo penetró profundamente en el cuerpo del hombre indefenso. Hubo sólo un ahogado gorgoteo. Después silencio... nada. Unas manos ávidas registran, metódicas, los cajones de la cómoda y retiran el dinero allí escondido. Tumbado al pie de un molle polvoriento el perro saludó con un amistoso gruñido a la sombra que furtivamente salía y montaba en silencio. El rítmico repicar de los cascos se apagó a lo lejos. El perro con las orejas enhiestas siguió con la mirada al jinete que huía. Luego moviéndose con indiferente y lento andar empujó con el hocico la puerta entreabierta y se introdujo en la habitación. Con blandos chasquidos de su roja lengua lamió la mano que colgaba inerte como un despojo frío. Lanzó un leve lloriqueo y se recostó en el suelo. Durmió un sueño entrecortado por los cortos y sordos ladridos dirigidos a los invisibles invasores de sus pesadillas perrunas. Asoma la luna y el paisaje se anega en un baño de plata. En lo más alto del cielo tímidamente una estrella comienza a parpadear mientras una brisa tibia susurra entre el ramaje del jarillal.

*Escritor chubutense.
(Este cuento fue seleccionado en el Certamen Provincial de Cuentos, de la Provincia del Chubut, año 1981).

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viernes, 29 de febrero de 2008

EL POEMA DE HOY



LAMENTO DE VERANO


de Olga Starzak*


El verano es con sus rosas y ahora aroma a lavanda
sequías obcecadas y calores sofocantes
cortas mañanas de ocio y amaneceres despiertos
el fulgor de las tardes, la alevosía del viento.

Los veranos son esperas por vos, por él, por ellos...
sacudidas de polvo y especie de desfiladero
momentos de gloria y largos de desasosiego
historias repetidas que se agobian con el tiempo.

Este verano es ese gallo absurdo que desconoce horarios.
El gorrión en la ventana velando el último aliento
de su pichón estrellado contra el piso de cemento.
De las ciruelas madurando al compás de los reflejos.

Aquellos veranos inciertos sin saber que te tenía
se acabaron por estériles, se murieron en silencio
ignoraron el suspiro de haber conocido el misterio
de tu voz enardecida, de la yema de tus dedos...

El verano es temores siempre habidos, evidencia del
hombre que rehúsa el silencio eterno.


*Escritora chubutense.

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jueves, 21 de febrero de 2008

UN MITO PATAGÓNICO: DE LA MANO DE PIGAFETTA HASTA LA INSPIRACIÓN DE SHAKESPEARE



“SETEBOS” o “UNA TRAZA PATAGONICA EN LA LITERATURA UNIVERSAL”

Por Jorge E. Vives*



Es bien conocida, por haber sido tema para muchos autores, la “curiosidad” literaria que menciona el crítico español Astrana Marín en su introducción a una versión en castellano de las “Obras Completas” de William Shakespeare. En “La Tempestad”, última pieza escrita por el dramaturgo inglés, el personaje llamado Caliban hace referencia a Setebos, el poderoso dios de su madre Sycorax. Según explica Astrana Marín, esta deidad no es otra que aquella que mencionara Antonio Pigafetta en su “Relazione del primo viaggio intorno al mondo”, como perteneciente a la mitología de los patagones (nombre que Magallanes da a los tehuelches). Shakespeare, de acuerdo a la versión más difundida, lo habría conocido a través de la obra “The History of Travayle”, del autor inglés Richard Eden, que incluye una reseña de la crónica de Pigafetta. Atento a las características del dios que da el italiano lo incorpora a su pieza teatral, escrita en 1611 y estrenada ese mismo año.

Sin embargo es menos conocido que, basado en “La Tempestad”, el poeta británico Robert Browning dedicó a la divinidad patagónica un poema titulado “Caliban sobre Setebos” o “La historia de la Religión Natural en la Isla”. Browning (1812 - 1889) dejó una gran obra poética, grande por lo intensa y por lo extensa. Se lo considera el inventor del “monólogo dramático”, subgénero en el que el escritor, asumiendo la personalidad de un personaje histórico o de ficción, le da voz en primera persona; del cual la creación que motiva este artículo es un claro ejemplo.

En “Caliban upon Setebos” (título original de la poesía, incluida en el volumen “Dramatis Personae” de 1864), el personaje shakespeariano filosofa sobre su dios Setebos. Al describir el Setebos patagón, Pigafetta comenta: “Parece que su religión se limita a adorar al diablo. Pretende que cuando uno de ellos está por espirar se aparecen de diez a doce demonios que bailan y cantan a su derredor. Uno de ellos, que hace más ruido que los demás, es el jefe o gran diablo, que llaman Setebos, los inferiores se llaman cheleule”. Estas características son las que probablemente llevaron al “cisne de Avon” a adoptarlo como dios del monstruoso Calibán; quien, en toda “La Tempestad”, sólo lo menciona dos veces: en el acto I, cuando dice, refiriéndose a Próspero, otro de los personajes, “He de obedecer. Su magia es tan potente que vencería a Setebos, el dios de mi madre, convirtiéndole en vasallo”; y en el acto V donde lo invoca diciendo “¡Ah, Setebos! ¡Qué hermosos espíritus!”. Apenas estas dos referencias bastan a Browning para escribir su poema de 295 versos con un profundo contenido filosófico. Porque lo que desarrolla el poeta decimonónico es la idea de la “teología natural”, de allí el subtítulo del poema, concepto que formaba parte de las discusiones de la época y que se opone a la “teología revelada”. Para la “teología natural” las doctrinas religiosas son creación humana; por lo tanto, están desarrolladas a su medida. De esa manera niega que sean producto de la revelación divina. Tomando esa postura, Browning hace que Caliban describa a su dios Setebos semejante a él, cruel y arbitrario:

“¡Setebos, Setebos y Setebos! / (Caliban) piensa que (Setebos) vive en el frío de la luna / Piensa, él la hizo, para igualar el sol / Pero no las estrellas, las estrellas surgen de otra manera / Él solamente hizo nubes, viento, meteoros...”

Tanto Browning como Shakespeare, a partir de la idea básica presente en la vívida descripción de Pigafetta, la despojaron de su carácter localista, cuyas circunstancias de detalle seguramente ignoraban, tomaron la esencia universal que subyacía e hicieron de Setebos un arquetipo. Así fue como nuestro dios aoni kenk inspiró a dos genios literarios para producir sendas obras de arte de alcance universal. Pero ello no debe llamarnos la atención. La Patagonia es una inagotable fuente de inspiración, que mana de lo variado de sus paisajes y de su gente, del colorido de sus leyendas y tradiciones, de su rica historia que a veces roza lo mítico. Sólo es cuestión que los artistas continúen descubriendo el valor superlativo de este venero y lo utilicen como numen para sus creaciones.

*Escritor y poeta patagónico

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martes, 12 de febrero de 2008

EL CUENTO DE HOY


ETTA


Un cuento de Virgilio González*



Las lámparas de querosene aplicadas estratégicamente en las paredes del bar del hotel, ya iluminaban su interior. Velas esparcidas en las mesas sumaban su tembloroso brillo a la ambarina e intimista atmósfera. La concurrencia vestía con elegancia, especialmente las damas, y tenía buenos modales. Incluso los parroquianos acodados en el mostrador. Uno de éstos señaló la vidriera norte. A través de ella se podía advertir, perfilándose en la crepuscular claridad exterior, el arribo de tres jinetes que, reconociendo el frente del hotel, detenían sus cabalgaduras. Uno de ellos era mujer.
Los hombres se apearon con gimnástica agilidad y el más alto, galantemente, ayudó a su compañera descender de la montura mujeriega.
“Nuevos huéspedes”, dijo quien atendía el bar y por su señorío trasuntaba su condición de dueño. En efecto, el trío se dirigía hacia la puerta. Una actitud expectante se apoderó de todos.
La entrada del grupo no defraudó tanta atención. Cada uno era un notable ejemplar humano radiante de afabilidad y gallardía. Su saludo fue respondido con un eco de simpatía general.
El rubio, disculpándose por su limitado manejo del galés y el español, preguntó si había alojamiento como para ellos. Ante la respuesta afirmativa del hotelero, procedió a despojarse del gabán llevándolo al perchero de madera lustrada. Los cubrecabezas y los abrigos de los tres quedaron de inmediato colgados como un símbolo de su interés por presentarse y departir con la gente, antes de traer al interior del local algún equipaje e ir a las habitaciones. Eso sirvió para que toda la asistencia pudiera conocer sus filiaciones.
El hombre de piel y cabellos más claros, el que ya había hablado, se llamaba James Ryan. El otro, de pelo algo rojizo y bigote más rojo aún, era Harry Place. La muchacha, de rizos trenzados de color castaño claro y unos fulgurantes ojos verde mar, era la señora Place.
Venían de la Cordillera. En realidad, hacía un par de años que estaban en el país. Bajaron desde California a Chile en esos barcos que unían los puertos del Pacífico. Por amigos galeses que conocieron en su rancho de Montana tenían noticias acerca del Chubut y de la posibilidad de trabajar con ganado grande al pie de los Andes patagónicos. Así fue como compraron una estancia en Cholila y realmente les estaba yendo muy bien. Ahora querían adquirir reproductores de raza y ampliar las actividades de su cabaña. Tenían ganas de criar finos caballos de sangre pura de carrera. Les parecía que eso podía ser un buen negocio de exportación con gran porvenir.
La concurrencia celebró unánimemente tan acertados planes. El diálogo fue adquiriendo fluidez; entreverando palabras y modismos del castellano y el inglés, todos parecían entenderse. Un caballero de aspecto patriarcal se acercó a Ryan y se sentó a su lado en la silla que presta y respetuosamente le alcanzaron.
–Creo que a ustedes les conviene prepararse para la cena en este mismo lugar. Yo los invito. Todas las noches viene a tomar café con su señora el gerente del Banco, que es de ascendencia norteamericana.
Esta noticia decidió a los viajeros. Los dos hombres salieron a buscar las austeras maletas y arreglar las condiciones del cuidado de los caballos. Las damas se congregaron en torno a Etta.

–¿Vinieron a caballo desde Cholila? -preguntaron casi a coro dos de ellas.
–¡Of course! –fue la inmediata respuesta, dicha con un gracioso gesto casi infantil que confirmaba que eso era la cosa más natural.
–¿Y en esa montura? –agregó otra.
Aquí estalló una de esas pícaras carcajadas colectivas que suelen producirse en los corrillos femeninos.
–No –respondió por fin Etta–. La compramos en Gaiman, donde estuvimos ayer e hicimos noche. Yo monto como los hombres y me gusta usar “breeches”. Me crié a caballo en mi país.
–Sin embargo, no hay nada de rústico en usted –afirmó una de ellas en representación de todas, que asintieron con cabeceos.
–Well..., mis padres, pese a ser pobres granjeros, lograron mandarme al Este a estudiar. Soy maestra de escuela y trabajé como tal.
–¿Le gusta enseñar?
–Me gustó hasta que el salvajismo del Far West se impuso en la política de nuestro Estado. Gobernantes con amigos empresarios y abogados tramposos forman una camarilla que necesita ignorantes que los voten. Hasta fingen estar en partidos distintos para perpetuarse. A los que verdaderamente se les oponen los destrozan. A los maestros no les pagan casi nada. A las escuelas chicas las cierran y con las grandes hacen desvergonzadas ganancias; las empresas constructoras y proveedoras son de ellos mismos. Y cada vez son menos las escuelas y proliferan las tabernas y los casinos. Con la excusa de que yo tenía pocos alumnos me dejaron en la calle. ¡Los mismos funcionarios que ganaban veinte veces mi sueldo para no hacer nada sino tramar maldades! ¡Oh!, yo estaba muy triste y resentida cuando conocí a Harry...
En el transcurso de esta conversación se fue produciendo en Etta un sutil cambio. Hubo un momento en que alguna persona observadora podría haber advertido un estremecimiento muy íntimo, un cuasi escalofrío. Rasgos de madurez y rictus de amargura quisieron aflorar, afortunadamente sin éxito porque hubieran marchitado la lozanía del joven rostro.
–Nunca dejen que en su país leguen a gobernar hombres poderosos pero salvajes... –dijo tras un instante de pensativo silencio-. Y perdonen, por favor, mi pretensión de aconsejar.
En ese momento entraban nuevamente sus compañeros de viaje. Ellos seguían muy alegres. Sus miradas tenían cierta ensoñación artera que no armonizaba con la plácida sonrisa de niños que lucían sus labios y sus curtidas mejillas.
La joven, rodeada de gente que le había demostrado aprecio y confianza, con la que ella había podido franquearse apelando a recuerdos de una juventud idealista que no estaba tan lejana, sintió el atisbo de una náusea que urgentemente debía reprimir. El rol de caballeros rurales interpretado por sus amigos para iniciar lo que iba a terminar en otro asalto de gigantesco botín le parecía ahora algo burdo, soez. Si por un tiempo y en algún lugar pudieran dejar de ser la banda de Butch Cassidy, esta ocasión y este sitio se presentaban propicios.
Cuando Harry tomó suavemente la mano de Etta para invitarla a ponerse de pie, un relámpago de ira emergió del abismo esmeralda de los ojos de la muchacha. El hombre, tras una breve pausa dubitativa, absorbió inteligentemente la situación.
–Vamos, Etta –le dijo con ternura paternal–. Creo que nos vamos a quedar un tiempo con esta buena gente. Y no te preocupes –mirándola intensamente como se hace cuando dos almas se funden en una al impulso de un noble arrebato, agregó con voz cada vez más queda–, nos vamos a portar bien aquí. Entre los dos convenceremos a Butch. Será un verdadero viaje de vacaciones.

*Profesor y escritor chubutense.


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martes, 5 de febrero de 2008

LA LITERATURA Y EL NIÑO EN EDAD ESCOLAR



La Literatura y el niño en edad escolar*


A menudo, como docente de nivel terciario, indago sobre cuánto y qué leen mis alumnos, y siempre –salvo casos excepcionales- las respuestas me llevan a la misma conclusión: la lectura no es un gen que se hereda, es un hábito que se adquiere (o se pierde) en algún momento de la vida. Como todo hábito, el de la lectura se aprende, se aprende de otros; por imitación, por decisión, o por instinto (en este caso, instinto investigativo). Los niños que ven leer a sus padres, a sus hermanos, parientes u otras personas significativas en su vida, se interesan por los libros (o los textos en general) y tienen la necesidad –porque la curiosidad es intrínseca en la niñez- de saber qué dice ese escrito, qué encierra, o qué puede descubrir y tal vez sus mayores le estén ocultando. Una anécdota, que me tuvo como protagonista mientras ejercía como docente de Nivel Inicial, lo ejemplifica: uno de mis alumnos trajo de su casa una revista de dibujos animados, algo así como la de Condorito; contó que era de su tío, y quería, atraído por sugestivos dibujitos, que se la leyese, a él y a sus compañeros. Muy pronto comprendí el verdadero motivo de su interés. Por su contenido erótico le estaba vedada en su casa. La había tomado sin permiso. Como imaginarán tuve que improvisar un texto que, acorde con su edad, satisficiera las inquietudes del niño y las que había creado en su grupo de pares.
El niño de corta edad juega a leer cuando aún no ha aprendido a hacerlo, inventa el texto y hace “como si” leyera. Cuando comienza a incorporar las letras y empieza a combinarlas nos “atormenta” leyéndonos todo cuanto puede deletrear. Pero, después... poco después, si esa actividad no le provoca interés o la realiza sólo por obligación, la desecha.
Es por eso que a los adultos nos cabe una enorme responsabilidad... pero también es cierto que, a la hora de elegir qué leerles o qué ofrecerles para leer a nuestros niños, tenemos innumerables posibilidades. Desde los cuentos clásicos y/o tradicionales hasta los más vanguardistas, rimas, poemas, leyendas y fábulas. Éstas últimas tan vigentes hoy en una sociedad que ha sufrido importantes quiebres axiológicos, como en sus orígenes, antes de la Edad Media.
A modo de repaso citemos sólo algunos de aquellos cuentos que han sido repetidos de generación en generación, desconociendo tan siquiera por quiénes fueron escritos, como El Flautista de Hamelin, Alí Baba y los cuarenta ladrones, La lámpara de Aladino... O aquellos que Perrault escribiera trescientos años atrás y contribuyeran, tal como siguen haciéndolo hoy, a desarrollar la imaginación de muchísimos niños: La bella durmiente del bosque, Caperucita Roja, El gato con botas, Cenicienta, Pulgarcito... En esta lista no podríamos dejar de mencionar a Blancanieves, Hansel y Gretel, Juan Sin Miedo... historias que fueran recreados por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, relatando con la belleza y la magia que encierra el cuento, historias de campesinos que ellos mismos escucharon de sus mayores.
Igualmente fascinantes fueron y son los cuentos de Andersen, que con un lenguaje cotidiano y la más tierna expresión de los sentimientos, escribió El patito feo, El soldadito de plomo, El sastrecillo valiente, La sirenita...
Sería ingrato de mi parte limitarme a estos autores, tan reconocidos como vigentes y no nombrar a quienes, contemporáneos, dedicaron (y dedican) su vida en pro de una niñez más feliz, deleitando la vida de niños, pero también de adultos, como María Elena Walsh y sus infinitos cuentos, versos, canciones y partituras, Javier Villafañe y su “Gallo Pinto” entre tantos...; “El niño envuelto” y “Socorro” sólo como una muestra del enorme talento de Elsa Bornemann; la magia, el terror y los cuentos de fantasma de la mano de la eximia escritora Ana María Shua, la estética de Silvia Schujer, el atractivo estilo de Laura Devetach, la prolifera creación de Graciela Cabal y su interés de contribuir al cuidado del Planeta, Ricardo Mariño... y la irremplazable Graciela Montes.
No privemos a nuestros niños del indescriptible placer de la literatura. El chico que ha aprendido a disfrutar de ella apreciará el valor de la palabra escrita, tendrá la posibilidad de desplegar sus alas y volar junto a la imaginación del autor de su objeto de deleite, desarrollando así su propia imaginación. Cada obra le proporcionará un universo de nuevas imágenes, enriquecerá su vocabulario, contribuirá a formarlo social y culturalmente, a reafirmar sus valores, a confrontar su propio sentir con el de los personajes y a -lo que a mi modo de ver es mucho más importante aún- desarrollar su sensibilidad al enfrentarlo con las emociones de los protagonistas de sus cuentos.
No olvidemos que cada vez que haya un hombre o una mujer que disfrute creando literatura para niños, estaremos frente a alguien que se ha tomado muy en serio la infancia y que, especialmente, no ha olvidado la suya. Como dijera Stevenson: nunca dejaron de jugar como juegan los niños, es decir, seriamente.

*Olga Starzak
Enero de 2008

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lunes, 28 de enero de 2008


SUEÑO ALFARERO

de Carlos Dante Ferrari*

Hundió las manos en el barro

con ademán seguro

y demorado.

Entre sus palmas

el húmedo contacto con el cieno

fue como una caricia fugaz

que se escurría

en un discreto y voluptuoso juego.

Auscultó con los dedos la dócil argamasa

para extraer un bollo

amorfo y apretado.

(En el cuenco, el hueco socavado

mostraba las improntas de su profanación

sobre el espejo

de barro reposado).



Vino luego el paciente laboreo
de unir el amasijo
mientras sus palmas batían la arcilla complaciente
con el susurro
de un silbo acompasado.

Así,
callada y lentamente,
se mezclaron la magia y el oficio
tallando su misterio.
Y hubo el final que apaciguó su gesto
como un feliz,
soñado alumbramiento.
Luego sus manos cansadas cubrieron la figura
con un pesado lienzo.

Pasaron las semanas. Callaba el alfarero
e impaciente
descubría la imagen cada noche,
mirándola en silencio.
Le subyugaban sus brazos delicados,
el rostro altivo,
el tono y el capricho
de sus ligeros labios entreabiertos.


Al fin llegó el momento.
Inflamando el hornillo, crepitaron los leños
y el fuego se adueñó de los contornos
gestando el cocimiento.
Con lenta alquimia
se cerraron los poros de su carne
sellándola a perpetuo.

Así nació la estatua.
Imagen y figura de secretos desvelos.
Contemplando su logro,
el hacedor de formas
vio el barro potencial de pronto convertido
en acto de su ingenio.

Y pudo descansar, como si fuera
el sacro día séptimo.
Soñando que jugaba a ser el Creador.
Soñando
el alfarero.

*Escritor chubutense.

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CUANDO EL NOMBRE DE LA CAPITAL DEL CHUBUT FUE CUESTIONADO

TRANSCRIPCIÓN DE LA CARTA DE GUILLERMO RAWSON


Buenos Ayres Noviembre 10 de 1865

Al Exmo Sr Ministro de Guerra y Marina

En el expediente formado en Patagones por el Comandante Don Julian Murga, dando cuenta de haber puesto en posesión de las tierras acordadas a la Colonia Galensa, y que Ud pasó a este Ministerio para su resolución con fecha 6 del corriente, en el día ha recaido el siguiente decreto:
Buenos Ayres, Noviembre 10 de 1865. Apruebase la manera como el Comandante de Patagones Teniente coronel Don Julian Murga ha desempeñado la comisión que le fue encargada de poner en posesión a los inmigrantes Galenses de las tierras que le han sido concedidas por el Gobierno de la Nación, de conformidad con la ley del 8 de octubre 1862 sobre la margen izquierda del Rio Chubut en la Patagonia. Exceptuase de esta aprobación el nombre asignado por el Comisionado al pueblo que ha de fundarse como centro de aquella población, por cuanto es atribución exclusiva de la autoridad suprema el dar nombre a los pueblos de nueva fundación reservándose atribuir a este en oportunidad el que estimare conveniente. Comuníquese al Ministerio de la Guerra para que lo haga así saber al Comandante Don Julian Murga, manifestándole la satisfaccion con que el gobierno se ha instruido del importante servicio que acaba de prestar al Pais y archívese.

Lo que tengo el honor de transcribir a Ud a los efectos consiguientes.



Dios guarde a Ud.

G. Rawson

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martes, 15 de enero de 2008

LA NOTA DE HOY: ITALO SVEVO

“La conciencia de Zeno” de Italo Svevo

Por Olga Starzak

Ettore Schmitz o Italo Svevo (1861), o Zeno Cosini. Una tríada que da origen a “La conciencia de Zeno”, una novela concebida bajo la influencia de la psicología de Freud en el autor/protagonista, y de la que deriva una creación innovadora en el mundo de la literatura universal del siglo XX. Una novela que pretende analizar la vida desde la muerte, las luchas internas, la enfermedad y la resignación.

Los lazos entre el autor Italo Svevo y el protagonista Zeno Cosini atravesarán toda la obra, dejándonos la permanente inquietud de recorrer la ficha autobiográfica del escritor para sonsacar los detalles más escondidos de su vida tranquila en Trieste, como empleado de una banca, pugnando constantemente entre dedicar sus días al trabajo o a su gran pasión literaria. Mientras tanto él buscará consuelo en la música y encontrará en el violín el instrumento que lo aleje de sus sueños insurrectos.
Escribe antes “Una Vida” y “Senilidad” que fracasarán en manos de la crítica, agobiándolo hasta el casi abandono de su vocación cuando, como alumno de inglés del escritor irlandés James Joyce, comparte con este sus escritos y motivado por sus apreciaciones, renueva su valor y escribe “La conciencia de Zeno”. Y es de manos del eximio escritor que descubre su talento y que la novela recorrerá el mundo; y lo trascenderá.
“La conciencia de Zeno” tendrá que esperar a que su autor fallezca (1928), víctima de un accidente automovilístico, para consagrarse como su obra maestra, y una de las más destacadas de la literatura occidental.
Italo Svevo, como Zeno y otros personajes de su creación, es un hombre sobrio, opaco y silencioso; muchas veces abatido, también simpático y comprensivo; irónico pero realista. Busca, incesante, el sacrificio: al no permitirse -por largo tiempo- escribir, al no permitirse soñar, dudar, fumar... Convive con una doble identidad, pero esta doble identidad no está absolutamente dada por su seudónimo como escritor, sino por las que va dejando a través de sus personajes, siempre de corte autobiográfico.
El protagonista de “La conciencia...” es un hombre que recurre a la terapia psicoanalítica para indagar en su interior. Acude a ella en ese desafío diario que tiene con sí mismo para encontrar el equilibrio emocional. Y lo va a demostrar a través de todo su relato con actitudes como la culpa ante la imposibilidad de deshacerse de su adicción, el engaño a su mujer, los celos obsesivos, el acompañamiento al padre en el lecho de muerte, la fidelidad a su amigo/enemigo Guido, la búsqueda del bienestar por medio de los juegos de azar, la necesidad de ser bondadoso siempre y de ser querido por todos. Así, invitado por el Doctor S., comienza a escribir su historia, acción que abandonará cuando nos haya dejado como legado esta trascendental realización.

Zeno es inteligente y romántico; también es dependiente, inseguro, sentimental y autocrítico. Pero, muy especialmente, tiene características del orden de las obsesivas, acentuadas –quizás- por la prematura desaparición del hermano de su creador, con quien éste había mantenido una relación muy estrecha. Tiene de la amistad un sentido amplio y fiel; se resigna ante las vicisitudes de la vida; le es fácil encontrar justificaciones para los actos con los que no asiente, pero a la vez evidencia una profunda sensibilidad.

Recorriendo la vida de Svevo es como podemos entender aspectos significativos de la personalidad de Cosini. El autor dice: “Cuando todos comprendan con la claridad con que yo lo hago, todos escribirán. La vida será literaturizada. La mitad de la humanidad se dedicará a leer y estudiar lo que la otra mitad de la humanidad habrá leído”. Y aquí es necesario destacar la influencia que Arthur Schopenhauer ejerce sobre sus escritos, desde el consabido espíritu de renunciación del autor alemán hasta su pesimismo y su sentido sobre la existencia humana. Ambos son hijos de comerciantes, aman el inglés, se impresionan con la enfermedad, la vejez, el dolor y la muerte. Ambos fracasan en sus primeros intentos editoriales, ambos escriben una obra para un tiempo sin tiempo.
Schopenhauer no podía saber que la psicología sufriría una revolución con los descubrimientos de un tal Sigmund Freud. Mucho menos que éste se inspiraría en sus ideas y que tomaría las experiencias oníricas como relevantes para el análisis de la conducta humana; sin embargo, es a partir de un sueño premonitorio que el filósofo decide migrar a Francfort y se salva de ser una víctima más del cólera que azota Berlín. Para él el mundo era sueño, la voluntad la única fuerza cósmica... El hombre sólo podía liberarse del sufrimiento mediante la muerte (aunque de una manera ilusoria porque volvería a ser hombre), o bien aniquilando su voluntad. Admiraba a místicos y ascetas. Creía que “la conmiseración es un hecho innegable de la conciencia humana”, pero no supuso –o tal vez sí- la ascendencia de sus pensamientos en cientos de seguidores: otros filósofos, científicos, literatos, críticos y analistas. Así lo sintió Svevo que -estudioso de la teoría psicoanalítica- sabría, aunque se resistiera a creerlo, que en los sueños estaba la respuesta a las muchas preguntas que acosaban su vida.

Svevo tuvo una hija, Letizia. En su lecho de muerte, despojado de todo sentimentalismo la instó a no llorar porque “morir no era nada” (otra coincidencia con Schopenhauer). Pero hasta ese mismo momento fue víctima de su obsesiva adicción, que hace historia y tema central en la primera parte de su obra: el cigarrillo. Y en las horas finales pide al médico que lo asiste que le permita fumar, diciéndole, como en un intento último por convencerse y convencerlo, que “será realmente el último”.

En su novela póstuma “Corto viaje sentimental”, desconocida para los lectores de habla hispana, Svevo hace referencia nuevamente a los sueños. En esta ocasión, a los sueños del protagonista. Y esta vez es el mismo sueño el que se torna protagonista. Dice “...el sueño es como una secuela de relámpagos y para volverlo acontecimiento es necesario que el relámpago se torne luz permanente y sea reconstruido también cuando no se ve porque no está iluminado. En fin, el recuerdo del sueño no es nunca el sueño mismo. Es como polvo que se atrapa”.
Es innegable su preocupación por los aspectos existenciales.

Por suerte -he de destacar- la misoginia de Schopenhauer no aparece en la vida de Svevo; muy por el contrario, admira a las mujeres, las desea y las idolatra. Tanto que Zeno es preso de las culpas ante la infidelidad, pero no puede prescindir de seducir a varias a la vez, buscando siempre mantenerlas enamoradas; y sin saber nunca a cuál en verdad ama, aunque quiera convencerse de que es a la mujer que eligió para conformar una familia, la que la sociedad burguesa espera para un solterón inseguro, deprimido y anímicamente inestable.
Y para concluir con este paralelismo casi obligado entre Schopenhauer y Svevo, es necesario recordar que el primero menciona –casi con brutalidad- que hay dos clases de literatura, una permanente y otra pasajera, y Svevo así lo corrobora con su obra “La conciencia de Zeno”.

Zeno, Italo y Ettore experimentaron la lozanía de la juventud, sufrieron en sus entrañas el sabor amargo del fracaso, vivieron luchando contra la vida. Envejecieron, a pesar de todo. Y ambos, por razones diferentes, buscaron en la escritura la forma más acabada de expresar su sentir.

Su relevancia en el mundo de las letras derivó en lo que se ha dado en llamar “El triángulo de la novela de este siglo”, haciendo referencia a tres obras que por innovadoras serán inmortalizadas, tres producciones cuyos protagonistas –quién sabe por qué- son judíos, tres creaciones revolucionarias que se destacan por esa búsqueda casi desesperada del ser hacia el ser mismo, con una asociación de ideas y sentimientos que carece de toda estructura. En todas ellas los recuerdos oníricos cobran relevancia. Son “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust, “Ulises” de James Joyce” y “La conciencia de Zeno” de Italo Svevo”.
Nada más y nada menos.

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LA NOTA DE HOY: EL COMIC Y LA FICCION HISTORICA


El comic y la ficción histórica


La evolución del “comic” en distintos países a lo largo de los tiempos nos muestra un variado abordaje a distintos ejes temáticos: humor (donde abunda la creación de personajes de enorme celebridad), ciencia ficción (de la mano de superhéroes), medieval, policial, guerra, westerns, literatura infantil ,etc.
No muchos ejemplos abundan en cambio de la historieta como un recurso para difundir capítulos de la historia. En España, hacia fines de la década del ‘80, se publicó la “Historia de España” en formato de comic con dibujos de Félix Carrión y guión de Jorge Alonso, obra que obtuvo excelentes resultados. A esta serie le siguió en 1992 la “Historia Universal Ilustrada”, un proyecto que, quizás por su excesiva ambición y un formato poco dinámico, no recogió la recepción esperada por parte del público.
En Argentina han habido algunas historietas de ficción dedicadas a recrear aspectos de la historia nacional entre las que podríamos mencionar, por su larga trayectoria, “El Cabo Savino” de Carlos Casalla, ambientada en la época de los fortines y malones en la llanura pampeana. En la actualidad es imprescindible citar la tarea llevada a cabo por la colección “La Historieta Argentina” bajo la dirección de Felipe Pigna, con la participación de Esteban D’Aranno, Julio Leiva, el mismo Felipe Pigna y Miguel Scenna, quienes han producido títulos muy interesantes, tales como “San Martín”, “Las invasiones inglesas” y “Bouchard, el corsario de la Patria.”

Entre los años 1990/91 el profesor Virgilio González y el dibujante y artista plástico Horacio Marras, desde Gaiman –una rica y constante usina cultural valletana- unieron genios y capacidades para emprender un proyecto en común. Habían decidido plasmar en formato de historieta dos episodios trascendentes de la historia del Chubut: la incursión de Simón de Alcazaba y Sotomayor en 1535 para tomar posesión de la Gobernación de Nueva León en nombre de la Corona Española y la excursión de la Compañía de Rifleros del Chubut encabezada por el gobernador Luis Jorge Fontana, en 1885.

Para nuestra fortuna, ambos trabajos fueron publicados en una edición limitada del año 1992 titulada “CHUBUT - La Historia en Historietas – 2 Relatos ilustrados de nuestro rico Pasado”.
En ambos casos puede apreciarse, por una parte, la formidable capacidad de síntesis de Virgilio González y su habilidad para narrar, en acertada elección, los pasajes más relevantes de esos sucesos. Y a la vez, como complemento imprescindible, las ilustraciones de Horacio Marras nos muestran ese increíble don que tuvimos ocasión de conocer en sus manifestaciones incipientes, durante nuestra infancia compartida, cuando Horacio ya nos sorprendía improvisando las ilustraciones y caricaturas que luego fueron perfeccionándose, primero a través de los cursos de dibujo a distancia y más tarde con su paso por Bellas Artes en Buenos Aires, de donde regresó convertido en un sólido artista plástico, con personalidad bien definida.
Virgilio y Horacio: una fusión de talentos. Las coordenadas del tiempo y del espacio quisieron reunirlos por primera vez en esa pequeña y mágica dimensión gaimense. En mayo de 2006 se nos fue Virgilio González, y hace poco tiempo, Horacio Marras apresuró su viaje hacia la misma dimensión.
¡Cómo no extrañarlos, si eran dos almas imaginativas y románticas que vivían tratando de contagiarnos sus sueños...!
Los pienso en algún recóndito plano de existencia, elaborando nuevos proyectos en común para seguir contándonos historias a través de imágenes y textos imperecederos.

Carlos Dante Ferrari.

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lunes, 14 de enero de 2008

EL POEMA DE HOY: JORGE LUIS BORGES


POEMA CONJETURAL



El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 23
de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao,
piensa antes de morir:


Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me asecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.

Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes,
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí ... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.

JORGE LUIS BORGES

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EL POEMA DE HOY: JUAN L. ORTIZ



PARA QUE LOS HOMBRES


Para que los hombres no tengan vergüenza
de la belleza de las flores,
para que las cosas sean ellas mismas: formas sensibles
o profundas de la unidad o espejos de nuestro esfuerzo
por penetrar el mundo,
con el semblante emocionado y pasajero de nuestros sueños,
o la armonía de nuestra paz en la soledad de nuestro pensamiento,
para que podamos mirar y tocar sin pudor
las flores, sí, todas las flores
y seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada,
para que las cosas no sean mercancías,
y se abra como una flor toda la nobleza del hombre:
iremos todos hasta nuestro extremo límite,
nos perderemos en la hora del don con la sonrisa
anónima y segura de una simiente en la noche de la tierra.


Juan L. Ortiz

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EL POEMA DE HOY: OLGA OROZCO


ÉSA ES TU PENA


Ésa es tu pena.
Tiene la forma de un cristal de nieve que no podría existir si no existieras
y el perfume del viento que acarició el plumaje de los amaneceres que no vuelven.
Colócala a la altura de tus ojos
y mira cómo irradia con un fulgor azul de fondo de leyenda,
o rojizo, como vitral de insomnio ensangrentado por el adiós de los amantes,
o dorado, semejante a un letárgico brebaje que sorbieron los ángeles.
Si observas a trasluz verás pasar el mundo rodando en una lágrima.
Al respirar exhala la preciosa nostalgia que te envuelve,
un vaho entretejido de perdón y lamentos que te convierte en reina del reverso del cielo.
Cuando la soplas crece como si devorara la íntima sustancia de una llama
y se retrae como ciertas flores si la roza cualquier sombra extranjera.
No la dejes caer ni la sometas al hambre y al veneno;
sólo conseguirías la multiplicación, un erial, la bastarda maleza en vez de olvido.
Porque tu pena es única, indeleble y tiñe de imposible cuanto miras.
No hallarás otra igual, aunque te internes bajo un sol cruel entre columnas rotas,
aunque te asuma el mármol a las puertas de un nuevo paraíso prometido.
No permitas entonces que a solas la disuelva la costumbre,
no la gastes con nadie.
Apriétala contra tu corazón igual que a una reliquia salvada del naufragio:
sepúltala en tu pecho hasta el final,
hasta la empuñadura.

Olga Orozco

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EL POEMA DE HOY: RAFAEL ALBERTI


EL ÁNGEL BUENO


Vino el que yo quería
el que yo llamaba.
No aquel que barre cielos sin defensas.
luceros sin cabañas,
lunas sin patria,
nieves.
Nieves de esas caídas de una mano,
un nombre,
un sueño,
una frente.
No aquel que a sus cabellos
ató la muerte.
El que yo quería.
Sin arañar los aires,
sin herir hojas ni mover cristales.
Aquel que a sus cabellos
ató el silencio.
Para sin lastimarme,
cavar una ribera de luz dulce en mi pecho
y hacerme el alma navegable.


Rafael Alberti

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EL POEMA DE HOY: ANTONIO MACHADO


CANTE HONDO


Yo meditaba absorto, devanando
los hilos del hastío y la tristeza,
cuando llegó a mi oído,
por la ventana de mi estancia, abierta

a una caliente noche de verano,
el plañir de una copia soñolienta,
quebrada por los trémolos sombríos
de las músicas magas de mi tierra.
... Y era el Amor, como una roja llama...
—Nerviosa mano en la vibrante cuerda
ponía un largo suspirar de oro
que se trocaba en surtidor de estrellas—.

... Y era la Muerte, al hombro la cuchilla,
el paso largo, torva y esquelética.
—Tal cuando yo era niño la soñaba—.

Y en la guitarra, resonante y trémula,
la brusca mano, al golpear, fingía
el reposar de un ataúd en tierra.

Y era un plañido solitario el soplo
que el polvo barre y la ceniza avienta.


Rafael Alberti

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EL POEMA DE HOY: ALEJANDRA PIZARNIK


HIJA DEL VIENTO


Han venido.
Invaden la sangre.
Huelen a plumas,
a carencias,
a llanto.
Pero tú alimentas al miedo
y a la soledad
como a dos animales pequeños
perdidos en el desierto.
Han venido
a incendiar la edad del sueño.
Un adiós es tu vida.
Pero tú te abrazas
como la serpiente loca de movimiento
que sólo se halla a sí misma
porque no hay nadie.

Tú lloras debajo del llanto,
tú abres el cofre de tus deseos
y eres más rica que la noche.

Pero hace tanta soledad
que las palabras se suicidan.

Alejandra Pizarnik

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EL POEMA DE HOY: PABLO NERUDA


DEJAME SUELTAS LAS MANOS...

Déjame sueltas las manos
y el corazón, déjame libre!
Deja que mis dedos corran
por los caminos de tu cuerpo.
La pasión —sangre, fuego, besos—
me incendia a llamaradas trémulas.
Ay, tú no sabes lo que es esto!

Es la tempestad de mis sentidos
doblegando la selva sensible de mis nervios.


Es la carne que grita con sus ardientes lenguas!
Es el incendio!
Y estás aquí, mujer, como un madero intacto
ahora que vuela toda mi vida hecha cenizas
hacia tu cuerpo lleno, como la noche, de astros!

Déjame libre las manos
y el corazón, déjame libre!
Yo sólo te deseo, yo sólo te deseo!
No es amor, es deseo que se agosta y se extingue,
es precipitación de furias,
acercamiento de lo imposible,
pero estás tú,
estás para dármelo todo,
y a darme lo que tienes a la tierra viniste—
como yo para contenerte,
y desearte,
y recibirte!

Pablo Neruda

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martes, 1 de enero de 2008

NOCTURNO OPUS 27
de JORGE EDUARDO VIVES*


Los sones del Nocturno Opus Veintisiete de Chopin inundaban el habitáculo del auto que en el mediodía del domingo se desplazaba velozmente por la ruta pavimentada. Afuera el sol llameante del verano patagónico brillaba sobre el camino desierto, mintiendo en el asfalto falsos charcos de agua entrevistos en la bruma de la distancia. El conductor disfrutaba del viaje. Estaba exactamente en la mitad de su recorrido: tres horas más y se encontraría en su casa, junto a su familia. Mientras tanto la música, combinando perfectamente con el paisaje, le permitía gozar la sensación de deslizarse sobre un escenario que había permanecido inmóvil por cientos de miles de años. Una beatífica sensación de tranquilidad lo inundaba.

Fue entonces cuando a lo lejos vio la figura parada al costado del camino, haciendo señas. A medida que se acercaba comprobó que era una mujer. A todas luces no era lugareña. Se detuvo. Luego de agradecer la atención, la mujer explicó que unas horas atrás habían salido con su marido del casco de una estancia metida “tierra adentro”, y que poco antes de llegar a la ruta, aun sobre la huella, su auto se descompuso. El marido había partido en dirección al establecimiento rural varias horas antes, en busca de ayuda, y todavía no había vuelto. Ella creyó mejor acercarse a la ruta para conseguir el auxilio de un algún ocasional viajero. Y eso era todo.

Al hombre no le llamó la atención el percance. Era habitual encontrar automovilistas al costado del camino en esas rutas desiertas. Y el mediodía de un domingo de verano era una de las peores oportunidades para quedarse a pie en tal lugar. Hasta el atardecer iba a haber poco movimiento: sólo viajeros apurados por llegar a su casa, como él mismo. No podía dejar a esa gente abandonada. Luego de subir la mujer al auto salieron por el camino de tierra que se abría paso a través de una tranquera abierta en el alambrado de siete hilos. Unos kilómetros más adelante vio el otro vehículo con el capot levantado. Era un modelo caro, bastante nuevo, que lucía incongruente en esas soledades. No se veía nadie en las cercanías

- Carlos aun no volvió - dijo la mujer – Me preocupa. La estancia no puede estar a más de diez kilómetros y ya van a hacer cuatro horas desde que se fue.

El hombre escuchó en silencio. - Vamos a ver que tiene el auto - dijo entonces. Le bastó un vistazo para contemplar la correa del ventilador rota - Va a ser difícil arreglar esto – concluyó. A lo mejor, pensó, se podía poner un trapo, o un pedazo de tiento que el acompañante de la mujer trajera del campo. Pero no aparecía.

Entretanto entabló conversación con la mujer. Su cara se le antojaba familiar; creía reconocer la de una compañera del colegio secundario. Sin embargo, de ser ella, lo hubiese reconocido a su vez. Tal vez fuera una parienta, su hermana... estuvo tentado a preguntarle pero temía ser impertinente, sonar demasiado curioso.

Y la compañera en cuestión...había sido más que una compañera. En realidad había sido su amor de juventud, pero ella nunca lo había sabido. Había quedado guardado en su interior. ¿Por qué salía todo eso a relucir ahora? La semejanza de la mujer le había reavivado un recuerdo que creía sepultado.

Transcurrían los minutos. El viajero no podía dejar de mirar a la mujer, tratando de recuperar la imagen casi olvidada.

- ¿Por qué me mirás así? - dijo ella, pasando súbitamente al tuteo.

- Porque me recordás a alguien.

- Si... vos también me hacés acordar a alguien – había una insólita nota de ternura en la voz de la mujer.

Súbitamente el hombre, que seguía agachado toqueteando infructuosamente el motor preso de esa innata pasión masculina por la mecánica, se enderezó. No quería llevar aquello más lejos. Sólo deseaba subirse a su auto de una vez por todas y partir hacia su destino, al que ahora llegaría más tarde de lo previsto. Además toda la situación se le antojaba incoherente: estar con esa mujer en medio de la nada, inmerso en un paisaje lunar que ahora comenzaba a tornársele amenazador. La única forma de irse era apurar el regreso del marido. “¿Donde queda la estancia?”, preguntó entonces. La mujer señaló una dirección en el horizonte, hacia la cual se perdía el camino de tierra. “Pero mi marido salió para allá”, completó, indicado una senda que nítidamente subía una cuesta blanca coronada de basalto, “porque se acorta camino. Es más, desde esa loma se alcanza a ver las casas del casco”. El hombre asintió. Se había decidido.

- Voy a buscarlo, a ver si le pasó algo.

Comenzó a caminar. La mujer lo siguió un trecho, hasta donde comenzaba la cuesta. “Esperá”, le dijo. Inopinadamente se le acercó. El hombre no atinó a retroceder cuando la mujer lo abrazó y lo besó en la boca. “Quería sacarme el antojo”, explicó, “antes que volviese mi marido”. El hombre, atónito, comenzó a seguir la huella que parecía un sendero de ovejas. Por algún extraño motivo le había gustado la caricia de la mujer. A medida que subía la pendiente se daba cuenta que esta era más empinada y larga de lo que parecía. Se detuvo para tomar aire. Miró hacia abajo. La mujer parecía una muñeca en la distancia. Súbitamente se despertaron sus sospechas. Era todo demasiado extraño... tal vez fuese una trampa, un par de ladrones robando a viajeros incautos como él. Pero, ¿que podían robarle? El auto. Tal vez el otro vehículo, deteriorado a propósito, era fruto de un robo. Pero tal vez no, tal vez fuese realmente una pareja en apuros y la mujer había sentido un irrefrenable impulso por besarlo ante la misma imagen de familiaridad que se había despertado en él. Siguió subiendo. Entre las rocas basálticas de la cumbre la senda se abría un laberíntico camino. Ya estaba en lo más alto, atrás quedaba la amenazadora pendiente.

Súbitamente un hombre salió corriendo desde atrás de las rocas. No alcanzó a verle la cara, pero su grito furibundo se escuchó nítido en el diáfano y silencioso ambiente del lugar: “¡¿Qué hacías con mi mujer?!” Enfrentándolo, con el rostro desencajado por la furia, el recién llegado gritó nuevamente:

- ¡¿Qué hacías con mi mujer?! – y se le arrojó encima.

Sorprendido, el viajero trastabilló; y enlazado con el cuerpo del otro hombre rodó cuesta abajo por la pronunciada pendiente, en un girar vertiginoso que se le hacía interminable. Entonces se despertó y se dio cuenta de que nunca había salido del auto; que se había dormido al influjo de la música de Chopin y de la temperatura ardiente del mediodía, por lo que había perdido el control de su máquina, y que ahora estaba volcando, dando bruscos tumbos al costado de la ruta.

Y entendió que en los breves instantes previos al accidente había tenido un sueño hilvanado por sus fantasías y recuerdos del cual había sido despertado por los revolcones del automóvil, sólo para ser el solitario testigo de su propia muerte.
*Primer Premio en VII Concurso Nacional en Poema y Narrativa - Municipalidad de Azul (Prov. Bs. As.) - 2007.

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"EL HIJO DE BUTCH CASSIDY"

de OSVALDO SORIANO*

El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos.
Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de desaciertos históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores testigos. La guerra en Europa había interrumpido los mundiales. Los dos últimos, en 1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que construían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Génova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido.
Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba la era de las comunicaciones y la primera pelota del mundo a válvula automática que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.
El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo arbitraje de William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.
No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los profesionales del régimen de Mussolini.
Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.
Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuanto tiempo debía jugarse ni las dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el télefono.
Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió insostenible. ¿Cómo seguir proclamándose campeones de una Copa que ni siquiera reconocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?
En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capataz calabrés Giorgio Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los enviados del Fuhrer , que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin descanso, fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales a favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.
Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala, mientras un ingeniero de Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la señora Fanny-La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mancini al que le habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran invencibles. En el lugar no había ningún ruso que pudiera darse por aludido, pero el ingeniero alemán dio un salto, levantó el brazo y aceptó el desafío. El capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre de Italia.
A la madrugada, mientras regresaban a Barda del Medio a bordo de un Ford A, los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota pegada a los pies.
Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de que se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbrados a los rigores del desierto aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol. También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para completar los once pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.
Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.
Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.
El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con el sistema de la paja más corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y argentinos y sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.
En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que suspenderse por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles por cinco o seis goles de diferencia.
Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal a favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la serie. Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.
La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detrás de cada arco y al final de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que quedaban dentro del terreno.
En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes se presentaron con cascos para protegerse las cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada para arrojar a los ojos de sus adversarios.
Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sorteó los arcos con un dólar de oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comunista a un cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga bastante dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la política y después se retiro a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la cancha.
Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escondidos entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.
Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a 2, pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.
En un corner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego, cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los delanteros rivales, detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar el revólver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que había jugado todo el partido recitando el Eclesíastes, se puso los anteojos para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dió por terminado el partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.
Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y custodiar el orden pero los mapuches no tenían país reconocido ni música escrita y ejecutaron una danza que invocaba el auxilio de sus dioses.
Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anunciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora de la cena ya no había donde convertir los goles. A medianoche, cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.
A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si todavía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquietos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Fuhrer que iniciaba un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las comunicaciones.
En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.
William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dio el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.
*de Cuentos de los años felices. Editorial Sudamericana, 1993.

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