martes, 4 de marzo de 2008

EL CUENTO DE HOY



EL VISITANTE

de Oscar Camilo Vives*


Era ya el mediodía cuando el jinete emergió del cañadón, cruzó al paso por entre la masa despedazada de un bermejo peñascal, repechó lentamente un sendero empinado en mansa cuesta y un momento después se detuvo frente a un rancho enriscado en el flanco de la colina. La “población” destacaba la mancha gris de su rechoncha geometría de paredes de adobe crudo, asentada sobre un zócalo de grandes pedruscos y techado de ramas argamasadas con barro, mientras a sus espaldas se asomaban dos o tres álamos pelados esforzándose inútilmente en cubrirla con sus sombras delgadas. Negros fantasmas surgidos de una rústica chimenea borroneaban, despaciosos, la quieta atmósfera. Un perro tendido en el suelo levantó, lánguido, su cabeza, y por compromiso y sólo para cumplir con su deber de guardián rayó el aire con dos o tres cortos ladridos. Se asomó un hombre viejo, flaco, anguloso y de cara ennegrecida por el sol y con un gesto invitó a pasar al recién llegado. La puerta abría a una sala oscura, cuadrilonga, piso desparejo de tierra apisonada, el cielo raso colgando en combadas arpilleras suciamente enjalbegadas, hedía a humo de leña quemada y pringue de grasa de capón; al fondo, una vieja cómoda perfilaba su silueta retacona; cerca de ella reposaba un catre mal cubierto por unas “jergas”. Una mesa y algunos banquitos de madera completaban el, mobiliario y sobre la plancha de la cocina una pava soplaba grises vaharadas de vapor.

El visitante tomó asiento; el negror de la faja que ciñe su rotundo vientre contrasta con la camisa blanca que luce; se toca con un sombrero de alas anchas y calza alpargatas en sus pies desnudos; enjuga lentamente con un pañuelo el sudor que le ensopa la cara y cuello; era un hombrón alto, corpulento, de facciones aindiadas, roídas por la viruela; ojos pequeños y levemente bisojos; el mirar acuoso y sus maneras retraídas. Ambos quedaron callados durante unos instantes. Un moscardón, irritado, se agitaba, bullía, zumbaba picoteando con el negro pavonado de su corpezuelo, el vidrio de una ventana. El visitante contemplaba con aire abstraído su sombrero que hacía girar lentamente entre sus manos. Finalmente, eligiendo con cuidado sus palabras, se decidió: “Vea, don Sandoval, ando necesitando de un favor...”. Se movía desasosegado en su asiento y rascaba su barbilla. Prosiguió: “Perdone mi atrevimiento..., estoy en un gran compromiso...”. El viejo le escrutaba con un gesto socarrón en la boca. Presentía en el premioso tono de las palabras de su visita, el resto de la frase y por ello quedaba en helado silencio. Su interlocutor no desesperó; confiaba en poder persuadirlo y trató de suavizar la brusquedad del pedido: “Precisaría unos pesos... se los devolveré enseguida”. El viejo continúa en silencio, caviloso, inclinada la cabeza, mirando el suelo y sus manos se eternizan en el maquinal movimiento de liar un cigarrillo. Al fin contempló al otro hombre. Ha percibido angustia y desesperación en su voz y esquiva la respuesta a fuerza de quedar callado. Conoce demasiado bien el valor de las palabras no pronunciadas. Tiene ahorrada una cantidad de dinero que guarda en su rancho, pues no confía en los bancos, “cosas de puebleros” decía. Pero no quiere prestarlos, y menos a ése, “que seguro los quiere para jugárselos en el boliche”. Su agria soledad le ha creado el hábito de vivir únicamente para él. Es sensible a todo lo que le rodea y ama aquello que percibe vital y palpitante en torno. Su perro. Su caballo. Este rancho donde vive....Pero no tolera a sus semejantes, a las demás personas. Desconfía siempre de sus procederes. En un tono ligero y un poco festivo, como restando importancia a sus palabras, finalmente le contestó: “¿Y de dónde quiere que los saque, amigo?”. La negativa sobreentendida es recibida con un fugaz fruncir de cejas por el otro hombre. Encrespado el rostro queda callado y encoge sus hombros. Comprende que es inútil insistir y advierte de la inanidad de su pedido ante el escudo imperforable de la tenacidad del viejo. Trata de recuperar su compostura y busca una manera cortés de ocultar su despecho. Pero la conversación decae, hay pausas largas, se adelgaza y pierde densidad. Al fin se levantó sin aguardar más respuestas que ya no parecen importarle. Antes de irse paseó sus ojos por la habitación, arrastrando la mirada sobre su contenido.

Al cerrar la puerta tras de sí una densa penumbra inundó el interior del rancho. Afuera el ardor del estío agobia el paraje. Ahora el sol es un cegador portillo horadado en el cielo de un azul inmediato. Tintinean los rayos solares arrancando millones de relámpagos a los fondos guijarrosos de los salitrales. A lo lejos los cerros diluyen las sombras moradas de sus laderas en los temblorosos horizontes. En la meseta, yerma y callada, dormitan los jarillales. Un pájaro solitario pinta en su veloz vuelo, una fugaz sombra sobre el techado del rancho. Paz fluente en el desierto sin límites, palpitante de luz y resplandor.

Luego de almorzar, el viejo, embotado por el espeso calor durmió durante unas horas una sudorosa siesta. Despertó acompañado con una sensación de soñolienta pesadez. Mientras ceba unos mates recuerda su propósito de salir a recorrer el campo, pero no se decide a ensillar. El calor lo acobarda y se promete “iré mañana tempranito con la fresca”. Más tarde trata de distraer su ocio. Su vida se reduce a consumir lentamente el tiempo, sumergido en la soledad gris del lugar, rodeado de las sombras de los seres ya extinguidos en el pasado. A poco vuelve a dormirse con la cabeza apoyada sobre el pecho.

La tarde decanta y llega pausada la noche. Juntando sombras. El sol reverbera sobre las ventanas estallando en llamas y lumbres de oro. Las sombras de las matas se ahílan, alargan y afinan bajo las luces oblicuas del atardecer. Prorrumpen incendios en rojos, cárdenos, violentos, sobre la raya del horizonte. Cae una melancolía sutil sobre el paisaje cargado de tristeza.

Alguien acercándose sigilosamente abre la puerta del rancho. El imperceptible suspirar de los goznes es encubierto por los leves sonidos que pueblan la tarde. Lentamente, muy lentamente, contenida la respiración, orientándose con prudencia en la oscuridad el intruso se arrima al viejo dormido. La hoja del cuchillo penetró profundamente en el cuerpo del hombre indefenso. Hubo sólo un ahogado gorgoteo. Después silencio... nada. Unas manos ávidas registran, metódicas, los cajones de la cómoda y retiran el dinero allí escondido. Tumbado al pie de un molle polvoriento el perro saludó con un amistoso gruñido a la sombra que furtivamente salía y montaba en silencio. El rítmico repicar de los cascos se apagó a lo lejos. El perro con las orejas enhiestas siguió con la mirada al jinete que huía. Luego moviéndose con indiferente y lento andar empujó con el hocico la puerta entreabierta y se introdujo en la habitación. Con blandos chasquidos de su roja lengua lamió la mano que colgaba inerte como un despojo frío. Lanzó un leve lloriqueo y se recostó en el suelo. Durmió un sueño entrecortado por los cortos y sordos ladridos dirigidos a los invisibles invasores de sus pesadillas perrunas. Asoma la luna y el paisaje se anega en un baño de plata. En lo más alto del cielo tímidamente una estrella comienza a parpadear mientras una brisa tibia susurra entre el ramaje del jarillal.

*Escritor chubutense.
(Este cuento fue seleccionado en el Certamen Provincial de Cuentos, de la Provincia del Chubut, año 1981).

4 comentarios:

Anónimo dijo...

No es este el primer cuento que leo de Eduardo L.Vives, es más desde su libro Atardeceres Patagónicos he podido palpar su creatividad narrativa,don nato en él.Puedo rescatar varios cuentos de ese libro, pero sin necesidad de enumerarlos, quiero afirmar que este escritor,posee la virtud de llevarnos a compartir hechos cotidianos del ambiente patagónico, pero a su vez, nos guía con su impronta, nos deja huellas a seguir en su narrativa y lúdicamente nos muestra que hay algo más que simples hechos contados,también hay misterios, colores, imágenes, de una zona tan cara a sus sentimientos y vivencias.
La doble lectura de su narrativa, enriquece sus textos y nos invita a reflexionar, desde ese lugar donde escondemos nuestros sueños y en el cual todo es posible. felicitaciones Eduardo, un gusto leerte. Victoria.

María de las Mercedes dijo...
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María de las Mercedes dijo...

Desde Oscar Camilo Vives, Fácil es situarse en las escenas propuestas, al ser transportados desde su excelente narrativa. Donde nada falta en la descripción exacta del ambiente y sus componentes. Es imposible pasar por sus líneas, sin quedar atrapado por ese lenguaje, donde los términos, nacidos de la simpleza cotidiana campera, son magistralmente empleados por el autor. Maestro de maestros en ello. Con el tiempo justo para el desarrollo, sin excesos ni mezquindades, nos ha brindado una trama ingeniosa. Y una clase invaluable, aplicada a la rica terminología idiomática argentina.
No creo en los dones tan solo innatos, si estos no se ven respaldados, por contacto con el origen del cual emergen. Nosotros aprendemos de nuestros padres y ellos de los suyos, (etc…etc). El aporte y la valía, desde donde se procede (que cultura de origen) se pone de manifiesto, en las prioridades a tener en cuenta en la formación de los hijos. El ejemplo propio, de nuestros mayores. La inclusión social. Todo forma parte del resultado, del sujeto que será y sus posibilidades. En ese sentido es posible ver en los autores hijos de la Patagonia, que indudablemente hay madera desde la cuna, para ser un creativo. Porque las inmigraciones, que han dado vida a estas sociedades, han sabido transmitirles a sus descendientes, los valores básicos para que se enfrenten con el trabajo duro en una tierra virgen, de vientos helados donde el premio mayor es sin duda el paisaje ofrecido entre otras ralas bondades. Sin omitir el crecimiento espiritual, sino abonando a ello. Es un placer leer a este autor

Cordialmente

Anónimo dijo...
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