martes, 1 de enero de 2008

NOCTURNO OPUS 27
de JORGE EDUARDO VIVES*


Los sones del Nocturno Opus Veintisiete de Chopin inundaban el habitáculo del auto que en el mediodía del domingo se desplazaba velozmente por la ruta pavimentada. Afuera el sol llameante del verano patagónico brillaba sobre el camino desierto, mintiendo en el asfalto falsos charcos de agua entrevistos en la bruma de la distancia. El conductor disfrutaba del viaje. Estaba exactamente en la mitad de su recorrido: tres horas más y se encontraría en su casa, junto a su familia. Mientras tanto la música, combinando perfectamente con el paisaje, le permitía gozar la sensación de deslizarse sobre un escenario que había permanecido inmóvil por cientos de miles de años. Una beatífica sensación de tranquilidad lo inundaba.

Fue entonces cuando a lo lejos vio la figura parada al costado del camino, haciendo señas. A medida que se acercaba comprobó que era una mujer. A todas luces no era lugareña. Se detuvo. Luego de agradecer la atención, la mujer explicó que unas horas atrás habían salido con su marido del casco de una estancia metida “tierra adentro”, y que poco antes de llegar a la ruta, aun sobre la huella, su auto se descompuso. El marido había partido en dirección al establecimiento rural varias horas antes, en busca de ayuda, y todavía no había vuelto. Ella creyó mejor acercarse a la ruta para conseguir el auxilio de un algún ocasional viajero. Y eso era todo.

Al hombre no le llamó la atención el percance. Era habitual encontrar automovilistas al costado del camino en esas rutas desiertas. Y el mediodía de un domingo de verano era una de las peores oportunidades para quedarse a pie en tal lugar. Hasta el atardecer iba a haber poco movimiento: sólo viajeros apurados por llegar a su casa, como él mismo. No podía dejar a esa gente abandonada. Luego de subir la mujer al auto salieron por el camino de tierra que se abría paso a través de una tranquera abierta en el alambrado de siete hilos. Unos kilómetros más adelante vio el otro vehículo con el capot levantado. Era un modelo caro, bastante nuevo, que lucía incongruente en esas soledades. No se veía nadie en las cercanías

- Carlos aun no volvió - dijo la mujer – Me preocupa. La estancia no puede estar a más de diez kilómetros y ya van a hacer cuatro horas desde que se fue.

El hombre escuchó en silencio. - Vamos a ver que tiene el auto - dijo entonces. Le bastó un vistazo para contemplar la correa del ventilador rota - Va a ser difícil arreglar esto – concluyó. A lo mejor, pensó, se podía poner un trapo, o un pedazo de tiento que el acompañante de la mujer trajera del campo. Pero no aparecía.

Entretanto entabló conversación con la mujer. Su cara se le antojaba familiar; creía reconocer la de una compañera del colegio secundario. Sin embargo, de ser ella, lo hubiese reconocido a su vez. Tal vez fuera una parienta, su hermana... estuvo tentado a preguntarle pero temía ser impertinente, sonar demasiado curioso.

Y la compañera en cuestión...había sido más que una compañera. En realidad había sido su amor de juventud, pero ella nunca lo había sabido. Había quedado guardado en su interior. ¿Por qué salía todo eso a relucir ahora? La semejanza de la mujer le había reavivado un recuerdo que creía sepultado.

Transcurrían los minutos. El viajero no podía dejar de mirar a la mujer, tratando de recuperar la imagen casi olvidada.

- ¿Por qué me mirás así? - dijo ella, pasando súbitamente al tuteo.

- Porque me recordás a alguien.

- Si... vos también me hacés acordar a alguien – había una insólita nota de ternura en la voz de la mujer.

Súbitamente el hombre, que seguía agachado toqueteando infructuosamente el motor preso de esa innata pasión masculina por la mecánica, se enderezó. No quería llevar aquello más lejos. Sólo deseaba subirse a su auto de una vez por todas y partir hacia su destino, al que ahora llegaría más tarde de lo previsto. Además toda la situación se le antojaba incoherente: estar con esa mujer en medio de la nada, inmerso en un paisaje lunar que ahora comenzaba a tornársele amenazador. La única forma de irse era apurar el regreso del marido. “¿Donde queda la estancia?”, preguntó entonces. La mujer señaló una dirección en el horizonte, hacia la cual se perdía el camino de tierra. “Pero mi marido salió para allá”, completó, indicado una senda que nítidamente subía una cuesta blanca coronada de basalto, “porque se acorta camino. Es más, desde esa loma se alcanza a ver las casas del casco”. El hombre asintió. Se había decidido.

- Voy a buscarlo, a ver si le pasó algo.

Comenzó a caminar. La mujer lo siguió un trecho, hasta donde comenzaba la cuesta. “Esperá”, le dijo. Inopinadamente se le acercó. El hombre no atinó a retroceder cuando la mujer lo abrazó y lo besó en la boca. “Quería sacarme el antojo”, explicó, “antes que volviese mi marido”. El hombre, atónito, comenzó a seguir la huella que parecía un sendero de ovejas. Por algún extraño motivo le había gustado la caricia de la mujer. A medida que subía la pendiente se daba cuenta que esta era más empinada y larga de lo que parecía. Se detuvo para tomar aire. Miró hacia abajo. La mujer parecía una muñeca en la distancia. Súbitamente se despertaron sus sospechas. Era todo demasiado extraño... tal vez fuese una trampa, un par de ladrones robando a viajeros incautos como él. Pero, ¿que podían robarle? El auto. Tal vez el otro vehículo, deteriorado a propósito, era fruto de un robo. Pero tal vez no, tal vez fuese realmente una pareja en apuros y la mujer había sentido un irrefrenable impulso por besarlo ante la misma imagen de familiaridad que se había despertado en él. Siguió subiendo. Entre las rocas basálticas de la cumbre la senda se abría un laberíntico camino. Ya estaba en lo más alto, atrás quedaba la amenazadora pendiente.

Súbitamente un hombre salió corriendo desde atrás de las rocas. No alcanzó a verle la cara, pero su grito furibundo se escuchó nítido en el diáfano y silencioso ambiente del lugar: “¡¿Qué hacías con mi mujer?!” Enfrentándolo, con el rostro desencajado por la furia, el recién llegado gritó nuevamente:

- ¡¿Qué hacías con mi mujer?! – y se le arrojó encima.

Sorprendido, el viajero trastabilló; y enlazado con el cuerpo del otro hombre rodó cuesta abajo por la pronunciada pendiente, en un girar vertiginoso que se le hacía interminable. Entonces se despertó y se dio cuenta de que nunca había salido del auto; que se había dormido al influjo de la música de Chopin y de la temperatura ardiente del mediodía, por lo que había perdido el control de su máquina, y que ahora estaba volcando, dando bruscos tumbos al costado de la ruta.

Y entendió que en los breves instantes previos al accidente había tenido un sueño hilvanado por sus fantasías y recuerdos del cual había sido despertado por los revolcones del automóvil, sólo para ser el solitario testigo de su propia muerte.
*Primer Premio en VII Concurso Nacional en Poema y Narrativa - Municipalidad de Azul (Prov. Bs. As.) - 2007.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No es este el primer cuento que leo de Eduardo L.Vives, es más desde su libro Atardeceres Patagónicos he podido palpar su creatividad narrativa,don nato en él.Puedo rescatar varios cuentos de ese libro, pero sin necesidad de enumerarlos, quiero afirmar que este escritor,posee la virtud de llevarnos a compartir hechos cotidianos del ambiente patagónico, pero a su vez, nos guía con su impronta, nos deja huellas a seguir en su narrativa y lúdicamente nos muestra que hay algo más que simples hechos contados,también hay misterios, colores, imágenes, de una zona tan cara a sus sentimientos y vivencias.
La doble lectura de su narrativa, enriquece sus textos y nos invita a reflexionar, desde ese lugar donde escondemos nuestros sueños y en el cual todo es posible. felicitaciones Eduardo, un gusto leerte. Victoria.