El enigmático Bobby
Por Rubén Héctor Ferrari (*)
“Con un respingo salí
de una modorra consecuente con mi almuerzo, en el mismo instante en que los
silbatos del tren precedieron su arribo, agigantando su potencia en el normal
silencio del entorno.”
“Corrían los primeros días del mes de
septiembre de 1911 y una incipiente primavera comenzaba a menguar tímidamente
el rigor del invierno que –solo formalmente– se aproximaba a su fin en el
almanaque. A la sazón, yo ocupaba la jefatura de la pequeña estación inaugurada en Gaiman dos
años antes. Por la modesta y defectuosa línea telefónica, se me había informado
acerca de la composición del convoy –tres vagones de carga y uno de pasajeros.
Transportaban, los primeros materiales y encofrados para el inicio al pie de
las lomas adyacentes, de un túnel con bóveda de ladrillos, sistema cañón y, el restante,
a un grupo de operarios ingleses.”
“Calzándome con apuro la gorra reglamentaria
me acerqué al andén y a fin de facilitar el reconocimiento de mi investidura
mantuve cierta distancia con unos pocos pobladores curiosos.”
“Por un momento, la invasión de un aluvión
de fragores y movimientos que alteraban el día apacible, me retrotrajo en el
tiempo a mi lejano Edimburgo natal de la
niñez, donde, en el puerto, se repetía con frecuencia mi admiración por las
maniobras de los colosos de hierro. Pero esta evasión de la realidad
circundante, se interrumpió con el descenso de los pasajeros. Antes de
encaminarse hacia mí, el conjunto dirigió su atención al novedoso paisaje, tan
parco en su aspecto edilicio detenido por los altozanos grises y salpicados por
menudas jarillas, sin asomo casi, de otras especies exóticas.”
“Al iniciar un desplazamiento pausado, sus
componentes acusaban la particular flema anglosajona, facilitándome así, una
breve detención en la decena de rostros desconocidos.”
“Fue ese el tris en el que mis retinas
captaron por vez primera las facciones de aquel individuo al que luego conocí
por un apodo: –Este es Axe Face (cara de hacha)– me dijeron al presentarlo. El alias
justificaba su apariencia a tal punto que, de pronto, acudieron a mi mente las
teorías de Lombroso y su antropología criminal...”
Así comenzaba el sorprendente relato de mi
abuelo escocés, contenido en una abultada libreta de tapas negras y flexibles
en la que compartía otras descripciones de sus memorias. En ésta, yo quedé
atrapado desde el principio, con una curiosidad que no pude satisfacer hasta
finalizar su lectura. Ansioso por el deseo de compartir tan extraño texto, decidí
traducirlo del inglés al castellano. Ardua labor, habida cuenta de las
dificultades de trocar a otro idioma las cultas expresiones y reflexiones de mi
ancestro, ya que su formación intelectual comenzó en la Facultad de Teología de
la Universidad de Cambridge. Sus inquietudes místicas hallaron respuesta al
cursar el pastorado. Inesperadas dificultades pulmonares provocaron el
lamentable abandono de sus propósitos cuando promediaba la carrera. Los
acontecimientos posteriores se sucedieron con rapidez. La búsqueda de climas más
propicios para su salud y la necesidad de obtener alguna tarea para subsistir,
hallaron alivio en la lejana Patagonia argentina.
Su influyente familia había participado
activamente para concretar su radicación. Como secuela de sus malogrados
estudios, persistió en él un afán inagotable por el conocimiento de la historia
universal y las diversas corrientes filosóficas que habían acompañado o
inspirado sus más notables acontecimientos.
La minuciosa exposición continuaba así:
“En una
manifiesta selección de las pocas palabras que utilizaba -a todas luces no
compatibles con la rudeza de sus quehaceres- mostraba también prudencia en la
parquedad de sus comidas. Si a ello agregamos su contextura delgada, pequeña e
insignificante, creo que podría deambular casi inadvertido en cualquier parte,
aunque no para mí. Aquí había un evidente quiebre de la logicidad de
causa-efecto aplicable a cualquier situación normal. La contradicción manifiesta
en su conducta acicateó mi necesidad de obtener alguna respuesta satisfactoria
y aguardé con mucha expectativa, la oportunidad de iniciar su búsqueda.”
“El “Gwesty Gaiman” de Edwin Hughes en el
que todos nos alojábamos, constituyó el lugar propicio. El momento se presentó
aquel recordado mediodía, en la habitual suspensión de actividades. Allí
encontré a nuestro hombre, sentado a una mesa del amplio bar mientras bebía,
solitario, un vaso de la botella de cerveza. No bien lo vi, me acerqué hasta él
impulsado como por un acto reflejo.”
–Perdone usted –dije–, pero necesito compartir
una curiosa coincidencia que descubrí hoy.
–Siéntese usted por favor, Sr. Mac
Kenzie –invitó–, tendré sumo placer en escucharlo–. Le agradecí el gesto y
comencé la reseña del hallazgo:
–Al observar esta mañana la cocina –dije
mientras señalaba hacia ella–, pude ver grabado en su fogón de hierro fundido,
el distintivo “A quality product by Falkirk Industries” y poco después, la
misma leyenda en aquella estufa –indiqué en dirección al elegante artefacto
cercano a la gran mesa de snooker marca
“Ryesley”–. La lectura de su sello de origen logró emocionarme, al recordar el
nombre de aquella batalla que llena de honor a mi país.
–Sé que usted alude al heroísmo que
coronó de gloria a William Wallace, ¿verdad?
–Así es –asentí.
–Pues bien, todo sucedió en ocasión de
ser atacado por las fuerzas al mando de Eduardo I –acotó–. Es cierto que
Falkirk fue el sangriento escenario de aquel drama bélico. Allí, el monarca
concretó la invasión basado en la superioridad numérica de su ejército
compuesto por tres mil caballeros, cuatro mil soldados de caballería y más de
once mil quinientos de infantería, que incluía hábiles galeses en el manejo de
arcos de gran alcance. A ellos se sumaban cinco centenares de mercenarios gascones.
En tanto, el héroe de la independencia escocesa contaba con tan solo la mitad
de sus fuerzas.
–En efecto –respondí–, y sus grupos de lanceros
estaban compuestos por campesinos.
–Tal cual usted lo dice, distinguido Edward.
Debemos recordar también que, en oportunidad de ser juzgado (con el juicio y la
sentencia preparada antes de ser tomado prisionero) Wallace respondió al Rey
con estas palabras: “No puedo ser acusado de traición ya que nunca juré lealtad
a la corona de Inglaterra”.
–Sí –casi balbucí–, pero me sorprende la
solvencia con la que usted maneja el tema.
Su
mirada me resultó un tanto burlona al momento en el que parecía dispuesto a responderme,
pero la charla quedó trunca por la invitación de Edwin para acceder al lugar
de comidas, donde ya varios comensales aguardaban el almuerzo.
Así,
esa primera tertulia sabatina, derivó en una costumbre mutuamente esperada e
irrenunciable. En alguna oportunidad de las tantas en las que desgranábamos
recuerdos, le pregunté de pronto:
–¿Cómo
se llama usted?
–Robert,
pero puede llamarme Bobby –contestó– y soy nativo de Londres. Allí transcurrió
gran parte de mi vida, en las proximidades del puerto.
–Debe
usted extrañar bastante a su lejano Londinium –insinué.
–No
lo crea. Al partir hacia estas tierras pude observar con enorme preocupación,
la invasión de una inmigración cosmopolita conformada por chinos, indios,
europeos y americanos.
–Entiendo
–respondí– que ese ponderable crecimiento poblacional se debe a la atracción
que ejerce una economía floreciente y de gran liderazgo en el mundo, sobre todo
a partir de la revolución industrial. No
alcanzo pues a comprender esa preocupación a la que alude.
–Sr.
Mac Kenzie, abrigo la certeza de que usted es un hombre que ha acuñado una
verdadera fortuna cultural. Por ello, doy por hecho que conoce la teoría
malthusiana sobre la progresión geométrica del aumento poblacional, cuando los
rezagados recursos alimenticios lo hacen en forma aritmética.
–Sí, la conozco –le interrumpí– pero no
por ello comparto la inquietud del economista Thomas Robert Malthus y antes
bien, confío como buen creyente, en la sabiduría del Creador.
–Y
yo –respondió– en mi condición de ateo y por ende agnóstico, respetaré por
ahora esa postura suya.
Debo
señalar que durante la noche permanecí en mi lecho despierto largo rato. Era
muy grande la impresión que me provocaron las revelaciones y conocimientos del
singular inglés.
Transcurrieron
varios días y nuestras charlas periódicas se nutrieron únicamente de los temas
triviales de labores semanales. En este lejano valle patagónico formado por el
Río Chubut, al que los galeses llamaban Camwy, cualquier circunstancia poco común,
por nimia que pareciera concitaba curiosidad, tal como sucedió en oportunidad
de nuestro habitual coloquio, cuando Hughes, saliendo de la cocina, se acercó,
con su delantal de cocinero salpicado de sangre y pidió ayuda para completar la
faena de una oveja.
–Owen
Griffiths, mi proveedor de carne la bajó de su vagoneta sólo decapitada –explicó–.
¿Podrá alguno de ustedes ayudarme a desmembrarla totalmente?
–Con
gusto –expresó Bobby–, ¿tiene usted algún cuchillo filoso?
–Por
supuesto –dijo el hotelero– y acto seguido ingresamos al lugar de repetidas
elaboraciones culinarias. “Axe Face” monopolizó la escena. Con cierta
parsimonia eligió, valiéndose del pulgar, el utensilio más adecuado. Extendió
el animal sobre el mantel que cubría la mesa y previa distribución de los
recipientes enlozados destinados a contener las partes del ovino, según su
tamaño, se dedicó a despedazarlo. Con precisión increíble culminó la ablación
sin premura. En cada uno de los contenedores se acumularon cuartos, paletas,
tripas, hígado y riñones, incluidos los órganos genitales, que fueron
cuidadosamente separados del resto. “Este hombre es un verdadero experto” –se
me ocurrió pensar.
Poco después, la última cuestión escabrosa que
abordáramos con opuestos argumentos, surgió por la iniciativa del mismo Bobby:
–Coincido
con Thomas Hobbes –acotó con un dejo de agresividad, mientras miraba
hacia un enorme reloj Regulator–, sobre todo cuando sostiene que las guerras
contribuyen a paliar las consecuencias de la superpoblación. Asumo además el
deber de incorporarme activamente a sus conclusiones.
–Estoy
convencido de algo, Sr. Robert –repliqué–, el tiempo, los siglos, subliman y
atemperan los horrores de las guerras, pero siempre habrá una condena unánime a
estos genocidios.
–Sr.
Mac Kenzie –refutó de inmediato–, este es el punto en el cual yo discrepo
profundamente con usted. El mismo Malthus sostiene que los desequilibrios
causados por el crecimiento acelerado de la especie humana, derivan del
bienestar y que la adecuada proporción se restablece de un modo natural por
medio de la guerra, el hambre y las enfermedades.
–Sin embargo, no olvide usted que también preconiza
poner en práctica ciertos frenos o restricciones morales, destinados a paliar
el desaforado aumento que nos ocupa como por ejemplo,” la abstención sexual”.
–Y usted también debe tener en cuenta que
el mismo Darwin pareció compartir sus reflexiones extendiéndolas a todas las
especies biológicas (“el entero reino animal y vegetal”), señalando que da
razón a la “lucha por la existencia”.
–Robert, usted no puede extraer de su contexto
aquella afirmación del autor de Leviathan, “homo homini lupus”, y dar un
caprichoso sentido a los análisis de Hobbes ni hacer lo mismo con Malthus o Darwin
porque proponen soluciones para esas inclinaciones tan negativas como las
acciones bélicas. El primero sostiene que es también una “ley natural” que cada
uno intente lograr la paz mediante un “contrato social” que surja de una mutua
transferencia de derechos propios; el segundo, al señalar como posible solución
la aplicación de los remedios que he citado anteriormente. Tampoco de las
teorías darwinianas puede inducirse con certeza que se identifica con todas las
posturas del autor del “Ensayo sobre la población”.
Estas últimas acotaciones parecieron
molestar en grado superlativo al exaltado Bobby, quien, tomándose el pecho,
acusaba evidentes signos de agitación.
Con una mirada desafiante afirmó con
inusitada ira:
–Esta sociedad me decepciona. La misma
Londres antes y después de la fama de Molly “La Pistolera” de la época shakesperiana, constituye en sus noches más
oscuras algo similar a la invención meramente religiosa, de lo acontecido en
las ciudades de Sodoma y Gomorra. Allí imperan el robo y la prostitución, en
particular esta última y sucia actividad de libre incitación al sexo, con el
resultado de abandonados huérfanos que –mendicantes– recorren las calles
suburbanas carenciados y promiscuos por responsabilidades ajenas y libertinas.
De inmediato comenzó a retirarse mientras
aseguraba con voz contenida:
–No abandonaré nunca una participación
activa para contribuir a conjurar los peligros que acechan a la humanidad –y un
fuerte portazo acompañó su salida.
Esa fue la última vez que lo vi.
En la mañana del día domingo, luego de
ocupar el púlpito de la Capilla Congregacionista, tal como lo hacía en las
esporádicas ausencias del predicador titular, encontré a mi regreso a Edwin
esperándome en la puerta de entrada de su comercio.
Mostraba un estado de exaltación y
sorpresa que me impactó como un alerta ante algún posible suceso inesperado.
–¡No he podido localizar a Bobby en toda
la mañana! –exclamó–. No está en su habitación, su cama armada no parece haber
sido usada anoche y para colmo, a mi pedido, el sargento Powell a cargo del
destacamento, salió en su búsqueda con un rastreador indio. Regresó hace unos minutos
para comunicarme que no hallaron vestigio alguno de este hombre ni en las
proximidades de las casas, ni en las lomadas, como tampoco en un largo trayecto
por la ribera norte del río. Estamos ante un misterio –terminó diciendo con un
perceptible temblor en su voz–.
Me asocié de inmediato con esta preocupación
y nuestro común estado de ánimo, persistió durante varias semanas.
Dos meses más tarde, y cuando los efectos
de una supuesta desgracia comenzaron a atenuarse, tuve en mis manos algunos
ejemplares del Times de Londres recién llegados por vía marítima.
Entretenido en la lectura de uno de ellos,
mis ojos se detuvieron en la apostilla inicial de la columna “Informaciones
Policiales”, bajo un título que rezaba: “Extraño polizón no llega con vida a
Liverpool” y continuaba: “poco antes de llegar al puerto, apareció al pie de la
escalera que conduce a la popa del barco de transporte Annie Morgan, un polizón
en estado desfalleciente. El médico de a bordo del buque, que había zarpado una
veintena de días antes desde Puerto Madryn- Patagonia- empezó a asistirlo de
inmediato. Se trata –informó el facultativo– de un hombre delgado, de baja
estatura y de rostro marcadamente agudo. Sin posibilidad alguna de identificarlo,
puede inferirse por su manejo del idioma que es inglés. El Dr. James manifestó
además su sospecha de que el individuo poseía avanzados conocimientos de medicina,
al considerar como muy precisas las descripciones del mismo acerca de su
presunta dolencia cardíaca, con detalles de la sintomatología y los efectos que
le provocaba una enfermedad de este carácter. –Su solvencia podría atribuirse a
un colega–, terminó expresando James.
Depositado provisoriamente su cadáver en
una sala mortuoria de la ciudad, se dio intervención a Scotland Yard.
Un antiguo detective de la institución recogió
los detalles del caso para incorporarlos a un viejo expediente que data de unos
20 años atrás. Este suceso guarda una sospechable relación con el desconocido
asesino serial que aterrorizó con sus crímenes las noches de la ciudad y que
aún no han sido esclarecidos.”
“Por mucho tiempo permanecí abatido por el
sorprendente contenido de aquella información. Gaiman, Territorio del Chubut.
25 de enero de 1912.”
Alucinación
“Ayer, durante la cena, el
envejecido Edwin me recordó que se cumplían poco más de diez años desde la
desaparición de “Axe Face”. Mal momento para expresarlo. Durante todo el tiempo
transcurrido desde entonces, yo había tratado de borrar de mi mente los oscuros
episodios que comenté en esa ocasión. Nunca lo logré totalmente. Ahora, un escalofrío
recorrió mi cuerpo. La molesta sensación me acompañó hasta mi cama. Allí permanecí
horas en estado de vigilia, a luz mortecina de un quinqué. Lentamente, fui
entrando en un delirio angustioso: “…esta
mañana salgo a la calle para dirigirme a mi despacho. Es muy temprano, y
debiera ya percibir la luz del alba. Pero no es posible. Me encuentro de pronto
con una densa e inesperada niebla. Claro –reflexiono– la relación determinante
de los factores que producen este fenómeno, el aire relativamente seco antes de
la lluvia y las gotas que se evaporaron hasta alcanzar el punto de rocío, han provocado
esta pared de agua y héme aquí enfrentado a ella, surgida como de una ominosa
conjura de brujos. Inicio un cuidadoso andar en dirección a la vieja estación.
Vaya a saber por qué, avanzo cauteloso. De pronto, se altera mi acotado marco
visual y como una penumbra indeseable, advierto frente a mí la cara desencajada
por el odio de Jack The Ripper. Avanza en una acción inexorable, con su faz de
hacha afilada, para partir sin misericordia, mi corazón descontrolado por el
horror…”
Gaiman, Territorio del
Chubut, 12 de abril de 1922.”
(*) Escritor chubutense - Profesor en Letras (UNPSJB)
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